jueves, 10 de noviembre de 2011


Sábado. Autobús. Viaje de vuelta desde Alicante. A mi lado se sienta una chica: pelo teñido de rubio, ojos muy marcados de rímel, con una bolsa de una tienda de ropa. Sé que se dirige al mismo sitio que yo: iba delante de mí a comprar su billete.
-Uno a Torrevieja.
-Son 3,72.
Eso es todo. Ni un buenas tardes, ni un hasta luego u otra fórmula de cortesía. Hemos perdido las formas -me he dicho, como un abuelo quejándose de la educación de los jóvenes.
Ya en el bus íbamos los dos sentados en los asientos que hay detrás del conductor (otro día hablaré también sobre esta fauna), esos en los que delante tienes un cristal con las normas a seguir dentro del vehículo, único consuelo al lector empedernido que no lleve en ese momento un libro en sus manos (por fortuna no era ese mi caso).
El viaje dura alrededor de una hora, porque no hace tantas paradas como a la ida. Es por la tarde. El sol poniente inunda el bus de una acogedora luz dorada, tamizada por las cortinas que los viajeros tienen corridas. Me amodorro (¿se dice así?) y me pesa la cabeza, pero todo mi yo se relaja. La chica de al lado se ha dormido. La veo reflejada en el cristal de delante, mientras el asiento del conductor, de fondo, sube y baja siguiendo el vaivén de la carretera.
En ese momento no me apetece leer. Quiero capturar este instante. A veces parece que sólo vivamos para esos acontecimientos especiales que están por venir, sin prestar atención a los espacios intermedios, y que son la mayoría. Ahora procuro capturar esos momentos nimios, insignificantes que nos da la vida, y que a la vez están llenos de una belleza que muy pocos se preocupan por admirar.